El leprosario

SI LUCHAS PUEDES PERDER.... PERO SI NO LUCHAS YA PERDISTE !!!!

diciembre 27, 2005

DEL AMOR

Otra leyenda cuenta, que al divisar Itaca, Ulises decidió continuar mejor su viaje interminable… Aquella mañana, se levantó con el ánimo en alto. Después de meses de crisis existencial por no atreverse en su timidez a declararle su amor a la chica de sus sueños, encontró el valor que le faltaba en un mensaje de la tele: “hoy es el día de decirle a esa persona tan especial, todo lo que significa”. Se fue a buscarla. Le compró regalos, se puso loción fina y sus mejores ropas, llegó fuera de su casa y tocó, pero nadie abría. Le hizo recados, adornó la entrada de su puerta con flores, esperó la tarde, llegó la noche, decidió acomodarse a un lado para dormir, ella podía regresar en cualquier rato. Por fin se sentía totalmente feliz y preocupado por algo. Ella regresó casi al amanecer acompañada por un hombre. Ambos lo miraron de reojo, tenía la expresión de un adolescente enamorado. Por un momento a ella le asaltó la duda de que por fin se hubiera decidido aquél a quien tanto quería. No, no podía ser él aunque se le pareciera. Nunca se había tomado la molestia de buscarla, mucho menos de esperarla hasta la madrugada, además, este parecía demasiado detallista, buscaba algo, eso le dio desconfianza y mejor entró con su amante en turno y cerró su puerta.

diciembre 10, 2005

APOCALIPSIS

Yo nací en el año de 1318, en el seno de una familia noble de mi patria Venecia. Mi padre y mi abuelo habían sido experimentados marinos y el respeto que en mi ciudad le tenían a los Calissano mis progenitores, solo se igualaba a las hazañas que estos habían realizado navegando y comercializando con otros países lejanos. En su afán de riquezas y aventuras, desde el África con sus desiertos ardientes, hasta las imponentes montañas del Cáucaso o las llanuras húngaras, todo había sido recorrido por mis antepasados en barcos o en poderosos corceles. Sin embargo, lo que aquí cuento es el suceso más raro y difícil de describir pues se que el fin del mundo está cerca, y yo fui el instrumento de Satanás para tal efecto. Corría el año de 1345, a mis 27 años de edad, rico y respetado, me sentía pleno de fuerzas y de vigor para realizar las más grandes proezas. Por herencia, era dueño de varios galeones, en los cuales ya desde los 20 años había organizado viajes y en ellos trasladado ricas sedas orientales de brillantes colores, grandes perlas y marfil etíope, tapetes de Persia, especias exóticas de Astracán y la India; en fin, todo lo que el habitante europeo deseaba poseer de lo más remoto del mundo. Conocía tan bien la cimitarra y el turbante del musulmán como lo que sus comerciantes pensaban cuando trataba con ellos. Que pequeños somos los hombres ante la inmensidad del poder de Dios y del Demonio. Ahora lo se, pero me estoy muriendo y como será pronto por eso escribo estas últimas líneas. Todo marchaba bien y según yo, mis ganancias se duplicarían con este viaje que llevábamos planeando por varios meses con mis amigos y socios, Aureliano Ficallo y Marco Molinelli, nobles de alcurnia y tan ricos y audaces como yo. Lo recuerdo como si fuese hace apenas unas horas: zarpamos una tarde, a lo lejos, el palacio del Dux y los campanarios de la catedral parecían decirnos adiós y por alguna razón nos asaltó la zozobra a pesar de que el día era soleado y las horas corrían tranquilas. El objetivo era cruzar el Ponto, ascender por tierras de la histórica Constantinopla y sus desfiladeros e internarnos al Mar Negro, para comercializar el preciado ámbar y el ópalo del centro de Asia. Nuestras diez naves cruzaron el Adriático sin temor a los piratas que eran frecuentes, rodeamos las islas del Peloponeso y sus muros escarpados donde se dice que alguna vez hubo otro continente, más rico que Europa, cruzamos el paso del Bósforo, y entramos al mar Negro. Todo era promisorio. Cuando arribamos a Crimea nuestro destino, llevábamos ya varios meses en el mar, pero íbamos preparados para una travesía larga, así que no nos preocupamos. En Feodosyia, última colonia de origen europeo en tierras asiáticas, supimos la terrible noticia: ejércitos tártaros procedentes de las llanuras del norte, se acercaban amenazando con tomar este último bastión. Aquellos no eran hombres conocidos por nosotros y ni los más viejos marinos y sirvientes recordaban algo parecido. Vestidos con pieles de manera primitiva, con su cabeza rapada, los hombros anchos, pequeños de talla, feroces y excelentes arqueros, podían pasar días cabalgando sin el cansancio habitual. Hambre, sed, frío o calor, les eran extraños cuando se proponían combatir o saquear en alguna provincia. Pronto estuvieron rodeando la ciudad y nos pusieron sitio. Nosotros, soldados natos y diestros en el manejo de este tipo de problemas, sabíamos que la única salida era por mar, pero el mar estaba lejos. Algunos días luchamos con la espada y el arco contra ellos, y aunque sabíamos que tarde o temprano sucumbiríamos, decidimos vender cara nuestra vida. El sitio se prolongó por meses ya que los tártaros aunque eran los mejores guerreros que se hayan visto, no tenían técnicas de asalto a fortalezas como la nuestra y todo indicaba que el sitio se prolongaría. Una tarde gris, en forma extraña, partidas de tártaros sin formación precisa se acercaron hasta los muros de la ciudad. En terraplenes improvisaron catapultas. No tenían rocas para lanzarnos, pero en sus carretas se podía ver que llevaban montones de muertos, los cuales comenzaron a arrojar hacia nosotros. ¿Un ritual? ¿acaso una estratagema para desorientarnos en lo que se preparaban par el asalto final?; no, parecía que ya no querían luchar. Desde las atalayas vimos que en pocas horas alzaron sus campamentos y como aterrorizados comenzaron a alejarse hasta perderse en las insondeables estepas rusas de donde habían venido. Locos de alegría creímos que el peligro había pasado. Inmediatamente preparamos el regreso a Venecia, no llevábamos el ámbar tan preciado, pero al menos habíamos salvado la vida. O eso creímos ya que a los tres días de ver al último tártaro vivo comenzaron a morir nuestros hombres. Primero fueron algunos escitas que nos habían servido fielmente en la lucha contra los jinetes de las estepas, levamos anclas y en el mar fueron desvaneciéndose muchos de nuestros mejores marinos. Morían derrepente, escupiendo sangre y con unas terribles manchas negras en la piel. Cuando salimos de Crimea rumbo a Venecia, pasábamos de trescientos, al llegar nuevamente al paso del Bósforo, habíamos perdido casi cien hombres que tuvimos que ir arrojando al mar. Al doblar el Peloponeso y entrar al Adriático, casi divisando las costas italianas ya solo éramos cuarenta hombres. Tres naves habían quedado totalmente vacías por lo que tuvimos que abandonarlas y las vimos perderse entre la niebla. Era terrible, no sabíamos que enfermedad, maldición o sortilegio era ese, ni de que modo se estaba propagando y nadie nos sentíamos a salvo. Al llegar a Venecia, algunas naves ni siquiera fueron atracadas correctamente, los que quedábamos vivos creímos que por fin habíamos escapado, pero el desenlace estaba por venir. En unas semanas, la ciudad se cubrió de muertos. Algunas gentes queriendo escapar, huían hacia el campo, otras se encerraban en sus mansiones y castillos donde fallecían en indecibles dolores, pero la mayoría caía en cualquier parte sin que hubiese quien se atreviera a enterrar los cadáveres. Los canales de la ciudad olían también a carne humana descompuesta. Luego siguieron otras ciudades: Génova, Florencia, Roma, Brujas, Marsella, Paris, Madrid, Hamburgo, Londres. En pocas semanas, uno de cada tres cristianos ha muerto y de mi ciudad la otrora orgullosa y próspera joya del Mediterráneo, no quedan más que unos pocos. Las villas se han despoblado y el campo también está quedando desierto. Ahora me toca a mi, se que es el año del juicio del Señor por nuestros pecados. Moriré, solo pido que de esta Apocalipsis el mundo me perdone. Nicolo Calissano, Florencia, 10 de diciembre de 1347

diciembre 06, 2005

El Condenado

Lo dejaron atado a un palo para que los pájaros le arrancaran la carne de los huesos y sin mirar hacia atrás, se alejaron hasta perderse en el horizonte. En eso el condenado volvió en sí y tomó conciencia de la triste situación en que se encontraba. - Qué habré hecho, se preguntó, para merecer tal suplicio. Y buscando y rebuscando no encontró un sólo motivo. Así que se durmió.. Al otro día escuchó llegar los pájaros y revolotear sobre su cabeza. Entonces sintió miedo y volvió a preguntarse: pero, ¨ qué habré hecho, para merecer un suplicio? Como a mediodía, los pájaros se lanzaron al ataque y comenzaron a picar la carne del desgraciado atado al palo y sin ninguna esperanza. Cuando ya casi desmayaba del dolor a causa de los picotazos, se acordó, se acordó muy bien de eso que había hecho, y entonces asintiendo con la cabeza, lanzó un último suspiro y cerró sus ojos para siempre. Ernesto Langer Moreno