Siempre imaginé que las cosas que me habían pasado eran extraordinarias. Mi trayectoria de vida, apenas era superada por las epopeyas que había leído en los cuentos clásicos: Gilgames, Odiseo, Marco Polo. Vivía orgulloso de mi auto-leyenda. ¿Cuántas veces me deleité recordando lo que me pasaba cotidianamente? Sucesos que adquirían halos divinos, se mitificaban, se llenaban de héroes fantásticos, faunos y sirenas; el viejo charlatán se convertía en el sabio Tlacaélel.
Ayer, caminando hacia el abismo al que me acerco a diario, de repente comenzó a llover. No era una lluvia común. Las gotas heladas y tristes, se adherían en mi cuerpo y me hacían pensar en todo lo acontecido. Luego vino una especie de vacío. Después, la necesidad de voltear hacia atrás, y, —aun sin aceptarlo— lo descubrí todo. Nunca habían existido esos lugares únicos, ni ogros, ni princesas encantadas, ni grutas de peligros y fabulosos tesoros. La montaña de la que estaba fascinado, apenas si era un montón de piedras con poca vegetación deslucida. Mi lugar especial, una esquina polvosa y gris. Mis travesías en unicornio, que antes sentía que bien pudieron admirar a Simbad el Marino, no eran más que el recorrido necio y monótono al colegio. Ahí no había nada digno de contar. Las calles desdentadas con hoyos por todos lados no podían ser caminos de plata. Y los fabulosos relatos que le daban vida a mi vida se deshicieron como castillo de arena ante la tormenta.
Busqué algún consuelo: consuelo en el desconsuelo, fortaleza en los ladrillos derrumbados. Mas si seguía así, volvería a hacer lo mismo, edificaría un nuevo mito de mi derrota. No sabiendo como liberarme de este dilema, aquí me encuentro, con la mirada extraviada en el color amarillo de la pared, tratando de olvidarme por un momento del sentido de las cosas.